Sobre que estoy criando a una lechuga


Un chiste. Que acabo de inventar.
Dos personas conversan. Una le dice a la otra:
Persona uno: Oh, necesito dos copias de mi acta de nacimiento. Eso es un gran problema.
Persona dos: ¿Y por qué es un gran problema?
Persona uno: ¡Porque no he nacido!
Fin.
He reído mucho con esto. Mucho pero mucho. De hecho, lo pienso y continúo riendo. Lo escribo y continúo riendo. Lo vuelvo a pensar, con música de fondo, y continúo riendo. Qué risa me da reírme.
Ya. Nada más que decir sobre este asunto.
Lo otro.
He comenzado a criar a una lechuga. He cortado su tallo, cuando ya casi no quedaba nada y la he puesto dentro de un exprimidor de naranja, con un poco de agua. Es un experimento que vi hace unos días. Como me gustan los experimentos, pues decidí aventarme a esta delicada labor que es criar a un vegetal. Yo siempre he tenido cierta preferencia por las lechugas. Recuerdo que en una clase que recibí hace un año, discutía con mi profesor sobre la vida y cultura vegana. Él intentaba explicarnos la ética husserliana a partir de ese estilo de vida. Yo me molesté mucho porque, cuando pregunté por los derechos de existencia de las lechugas, me dijo que éstas no tenían tanto derecho como un animal. La verdad es que me ofendí. Creo en la igualdad humana (¿creo en la igualdad humana?) y por eso no entendía el por qué de su escasa y torpe respuesta. Desde ese día detesté más a los seres humanos, me dieron más deseos de degollar conejos vivos y desarrollé cierta compasión por las lechugas. Tiempo después, mírenme, criando a una. Decidí ponerla dentro de un exprimidor de naranjas para que comprendiera lo cruel que es la vida. El exprimidor de naranjas  viene siendo como un asesino sanguinario de naranjas. Así que mi lechuga crecerá sobre el equivalente a un cementerio nazi. O sobre un cementerio estalinista en la Siberia. O sobre un cementerio marino. Mi lechuga será muy culta, porque sabrá que El cementerio marino lo escribió Valéry.  Yo se lo comentaré.
Cada mañana me levanto y la saludo. Y la saco a tomar un poco de sol. Y luego la vuelvo a entrar porque si no se va a achicharrar. Le cambio el agua todos los días. Y cuando me voy a dormir, mentalmente le doy las buenas noches. Es una buena compañía, la lechuga. Debo reconocer que también he pensado sobre su futuro. ¿Cómo será? ¿Cómo se comportará? ¿Cómo asumirá su existencia? ¿Se molestará cuando sepa que me la comeré? También me preocupa su condición física. No quiero que sea una lechuga gorda. Explicaré por qué. Ayer conversaba con mi amiguita mexicana y ella me contó una situación que vivió un amigo. Yo me traumaticé. Resulta que este amigo de mi amiguita mexicana, una vez salió con una amiga. Esta amiga era muy gorda. Regorda. Gordísima. Entonces, en medio de la salida, se les antojó un hot dog. Aunque no tenían dinero, se aventaron a pedir unos en el carrito de venta. Cuando el vendedor les despachó los hot dogs, el amigo de mi amiguita mexicana, le gritó a  su amiga la gorda ¡¡CORRE GORDA, CORRE!! ¡Se iban a escapar con la comida, sin pagarla! El amigo de mi amiguita mexicana corrió bien rápido, pero la amiga gorda, obviamente, no era tan ágil y se retrasó. El fin de la historia fue que el vendedor corrió tras ellos dos y alcanzó a la gorda. Le quitó su celular y le dijo que, hasta que no pagara los dos hot dogs, no se lo devolvería. Triste historia. El amigo de mi amiguita mexicana, no volvió hacia atrás la cabeza. Sólo corrió y corrió hasta esconderse. No regresó a ayudar a la otra. Pobre gorda – pensé ayer. Pobre gorda – pensé hoy, cuando vi en la calle a una mujer bastante obesa comprarse cuatro dulces y una soda. La gordura, la gordura… ¡qué problema, la gordura! Imaginé que la foto de aquella gorda, amiga del amigo de mi amiguita mexicana, estaba pegada en el mostrador del lugar de los hot dogs, con un letrero abajo que dijera RATERA. Imaginé luego, la foto de mi lechuga en un lugar así. Si a ella le ocurriera eso, ¡juro que me muero!
El problema es que no sé cómo pudiese controlar yo, su peso corporal. De veras que no sé. Supuestamente debo terminar tres ensayos sobre Platón. Y leer unas cuantas cosas sobre Husserl (nuevamente). Pero no puedo dejar de pensar en qué hacer para que ella no engorde mucho. Siento gran alegría por criarla, pero a su vez me preocupo. Siento que no puedo controlarla. Siento que no puedo hacer nada para que esa lechuga sea como yo. Siento que soy una egoísta porque quiero que sea como yo, para al final comérmela. Siento que mi mente es retorcida y narcisista. Porque si quiero que la lechuga sea como yo, y me quiero comer a la lechuga, por tanto, quiero comerme a mí misma. ¿Por qué quiero comerme a mí misma? No sé, no sé. Debe ser porque me siento bien sabrosa, como Trista Tzara se sentía bien simpático. Y si me como algo (o a alguien) tan sabroso como yo, pues seré doblemente sabrosa. Quizás es esa la razón. Sí. Quizás. Esa. Quizás.
Ahora vuelvo a pensar en mi maravilloso chiste. A lo mejor, si logro que mi lechuga crea que, a pesar de que existe, no existe, pues no se interese mucho por las cosas de la vida y además no se sienta mal porque yo la vaya a comer. El punto es cómo lo logro. A ver qué filósofo me sirve para justificar mi argumento… a ver cuál. O tal vez resuelva el problema si no le hago un acta de nacimiento. Eso es lo que legitima que alguien está vivo, al menos a los ojos de la sociedad. ¿O no?
No sé para qué me metí en este embrollo. Si yo me conozco. Seré sabrosa, deliciosa, simpática, lo que sea, pero también sé que mi cabeza se complica mucho. Debería encerrarme en una gruta y dedicarme a leer a los taoístas. O a los órficos. O a Berkeley, que también me gusta. O a ver Gossip Girl… no sé.
Por el momento, creo que no le daré a mi lechuga, un regalo que le compré: una cintita azul para adornar su casa exprimidor de naranjas. Es mejor que no se ilusione. Que no crea que recibirá muchos regalos por el resto de su vida. Es mejor que no se ilusione con el hecho de que tendrá una vida.
Qué egoísta soy.
En fin, gracias por leerme.






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