Archive for agosto 2016

Vivir entre círculos cuadrados


Estando aquí. Estando allá. Comunicándome con aquellos a quienes quiero de maneras insólitas. Esperando sus respuestas. Canalizando el extrañar. Canalizando las alegrías. Canalizando los dolores en el abdomen. Canalizando los deseos de verlos. Pero aun así se sobrevive, porque siempre está la esperanza. La esperanza que imaginamos. Entonces cierro los ojos. Y puedo verlos a todos. Y puedo reír con todos. Y puedo decirles adiós sin temer a las despedidas.
De esa forma pasan los días. Pasa uno, pasa otro. Luego otro. Y se continúa viviendo a través de lo imaginado. De la esperanza imaginada. Por eso me da igual la realidad. Me dan igual los “hechos reales”. En mi cabeza el tiempo corre diferente. El espacio no se fractura. No existen los sitios en lugares determinados. Puedo conversar con mi sobrina sentadas ambas sobre un caracol verde. Puedo gritarle a mis amigas dentro de una taza de té. Puedo pedirle favores a mi familia a cualquier hora del día. Los domingos dejan de ser domingos si quiero. Puedo escuchar música sabatina por entre las tuberías de mi departamento. Puedo, con huevos podridos crear historias y cocinar delicias. Si Husserl dice que un círculo cuadrado puede existir desde el momento en que puedo pensar en él, pues entonces todo lo que está dando vueltas dentro de mí puede ser tan real como la Avenida Juárez. Como la Rampa. Como George Street. Así que para mí, la esperanza no es aquella ensoñación, aquel deseo de que algo se cumpla. La esperanza es lo que esperamos y se cumple en el instante en que yo quiero que se cumpla. D la forma en que yo quiera. Y con quien yo quiera. Espera diferente porque la imagino: rápida, sin prolongaciones.
Por suerte esa tendencia que tengo (o tenemos todos), a vivir hacia adentro, no se extingue de ninguna manera. No pasa como con los cigarros. Puedo irme de un lado a otro sin limitarme, sin gastarme. La piel no se consume. Los ojos no desaparecen. La lengua sigue igual de húmeda. Pase lo que pase.
En fin, gracias por leerme.

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Maldito Perri que no se muere


Hoy pasé la mañana con el maravilloso pensamiento de que el perro de mis vecinos se había muerto. Debo reconocer que la alegría me consumía. Es difícil que yo esté muy de buen humor los domingos. Pero un hecho como ese es una de las pocas cosas que me puede sacar una sonrisa el séptimo día de la semana. Asumí que estaba muerto porque hace día no siento a sus dueños. Creo que salieron. O se han ido de acampada. O a otra ciudad. También llegué a pensar que estaban en casa de la mamá de ella, mi vecina, porque el bebé que recién tuvieron se había enfermado. O también pensé que quizás el bebé estaba grave en el hospital, o que se había muerto y andaban de luto en algún lugar tropical, para olvidar las penas. No sé… es que no lo he sentido. Y los bebés se sienten. Y mucho. Entonces, ese perro, llamado Perri, lleva días solo en el patio, sin poder entrar a la casa, lleno hasta la médula de sus propios excrementos y además, mordisqueando una botella de cloro vacía.
Si el perro estaba muerto – pensaba yo – pues ya tendría que llamar a la encargada del edificio para que localizara a mis vecinos y se ocuparan de ese desmadre. O si no, esperar, esperar pacientemente a que regresaran y se encontraran con ese regalo, medio putrefacto y lleno de moscas, excremento y residuos de cloro.
Pensé que estaba muerto porque, cuando me levanté, fui directo a la ventana. Lo vi ahí, echado sin moverse, con un montón de insectos a su alrededor. Tiré un poco de ceniza del cigarro que fumaba, a ver si se movía. Pero nada. Adiós al ruido, a la bulla, a la peste que sube y me inunda: peste de la ciudad, peste de las cañerías y peste del perro, todo impregnado en mi ropa. Ahora todo estaría limpio. Ropa con olor a suavizante. Pulcritud.
Pero no.
Tras un shhhhh, el perro brincó y me observó. Comenzó a ladrar. Ya mi sonrisa se borró. El domingo volvió a ser lo de siempre. Me puse a pensar en lo resistente que es ese animal. Cuando llovía cenizas, aquí en Puebla, también lo dejaron fuera. Y también tuve la esperanza de que se muriera. Y también sonreí. Maléficamente. Pero nada. Soportó lo que yo no pude, que por tragar un poco de polvo volcánico, estuve dos semanas tosiendo sin parar. Pinche perro – pensé en aquel entonces y hoy. Luego de terminar de fumar y con la decepción a flor de piel, me puse a desayunar. Tras cuatro cigarros y una vitamina, terminé corriendo al baño a vomitar lo que había comido, lo que había fumado, lo que había tomado. Luego, mientras escribía, me enganché un anzuelo que tengo en la muñeca, a la ropa que traía puesta. Y para rematar, me quemé. Con el quinto cigarro me marqué el muslo izquierdo (siempre el izquierdo porque soy comunista… o sea…) Luego de esas pequeñas cosas, y porque soy pequeña, me puse a reflexionar pequeñamente. Estoy sorprendida por la resistencia o fragilidad. La resistencia o fragilidad de ciertas cosas, de ciertos objetos, de ciertas personas. La corporalidad, la corporalidad que es tan frágil. Lo corpóreo que por ser corpóreo ya está expuesto a una vulnerabilidad tan grande, tan deprimente.
Imaginé que me dejaban sola una semana, encerrada en un patio, llena de excrementos y con sólo una botella de cloro. Imaginé cuánto duraría en esas condiciones. Menos que Perri, seguramente. Intenté pensarme abriendo la boca y sacando la lengua como gorrión,  tomándome el agua de lluvia. Intenté pensarme cayéndole atrás a una rata, una cucaracha, un insecto, lo que fuera, para comer. Intenté pensarme mordisqueando una botella de cloro vacía, a mí que como saben, me gusta tanto el cloro. Probé a morder la mía, pero mis dientes ni lograron mancillar la botella. Intenté convertirme en perro. Cerré los ojos y pensé que me salían pelos como los de Perri. Y orejas como las de Perri. Y dientes como los de Perri. Porque, a ver, uno no sabe qué pueda pasarle en la vida, y más cuando uno está solo, o medio solo. Así que mejor aprender a sobrevivir en esa calamidad durante una semana. Digo, por si acaso. Mi amiga colombiana muchas veces se imagina sin un brazo. O más bien imagina que su brazo no es parte de ella. Aunque para ésta, dicha idea se mueve en un plano más metafórico, más existencial, yo lo interpreto  como aprender a vivir sin partes de uno, o más bien aprender a vivir dejando de ser lo que uno piensa que es: algo con dos brazos, algo con dos piernas, algo con un tórax, algo que no aguanta una semana encerrado en un patio sin comida. Pero eso para mí es imposible.  Creo que tengo el cerebro demasiado limitado. O soy un objeto demasiado vulnerable, como una taza. Todo está en tu cabeza, Monique – me dije. Lo único que debes hacer es dejar de pensar en ti como un algo que se rompe y verte como… no sé… como Perri. Tener el cerebro más abierto, más resistente. Y en serio lo voy a intentar. Voy a empezar por ladrar. Ladrar todo el tiempo. A ver si me olvido de hablar. Eso sería un buen comienzo. Ladrar hacia afuera para luego ladrar hacia adentro. Y es que en el fondo, lo que me altera es saber que un perro puede ser más resistente que yo. Que un perro no se preocupa tanto por mi vida como me preocupo yo por la de él. Que un perro no mira hacia arriba para saber lo que hago, como siempre ando yo mirando hacia abajo. Que un perro ni le va ni le viene que yo me muera. Que ese perro es como una estrella de cine y yo no más soy muy ególatra. Maldito Perri.
Voy a ladrar.
 Jau jau jau jau jau jau. Jau jau jau. Jau. Jau jau.

En fin, gracias por leerme. 

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Sobre Fidel, el papá de todos los cubanos y sus enseñanzas.

Ayer hablaba con alguien muy querido de mi tierra. En algún momento de nuestras extensas divagaciones telefónicas, le dije, - Oye, ¿ya felicitaste a tu papá por su cumpleaños? Ella me respondió – Yo no tengo papá. Mi papá está muerto. – ¡ Pero cómo dices eso!- exclamé. ¡Todos, absolutamente todos los cubanos tenemos mínimo dos padres! Uno, nuestro papá biológico. Y el otro, obviamente, es nuestro querido comandante. Quien nos dio la libertad. Quien nos dio escuela. Quien nos dio trabajo. Quien nos enseñó a pensar. – Pero el que nos enseñó a pensar fue  José Martí , Monique. Te has equivocado de fecha. – A ver, a ver, le dije, Martí sí, cierto. Pero Martí, quien nos enseñó a pensar, más bien es como un tío cercano que  nos inculca un par de ideas interesantes que nos definen a lo largo de nuestra vida. Pero nuestro papá, el papá en común que tenemos todos, no es él. Tú sabes muy bien a quién me refiero es. – ¡Ay niña, por Dios!  Pero ese no es mi progenitor. – Mmmmmm –  refunfuñé. ¿Cómo reniegas así de tu padre? ¡Ese es el hombre más importante de nuestras vidas! Es decir, mi papá, el que puso los espermatozoides es importante, pero es que el papá de mi papá, y el de mi abuelo, es mi papá también. Y si mi padre, el del espermatozoide pudo contribuir a mi nacimiento, fue porque ese otro papá, el más importante lo permitió. Además, él hizo que todos nosotros fuéramos personas. Antes, antes no éramos nada. O sí. Éramos como perritos hambrientos, o como monitos irracionales. Luego, gracias a sus  conocimientos y su ayuda, pues evolucionamos y nos convertimos en seres humanos, y no sólo seres humanos,  ¡también en hombres de bien! Tenemos que agradecerle no ser monos de feria, al servicio del Capitalismo brutal, del Capitalismo feo. Del Capitalismo con ropa bonita pero sin virtudes, sin respeto. O sea yo no puedo respetar a un señor presidente que se vaya a nuestro país a participar en un show humorístico televisivo y que luego salga dando un discurso sobre limar asperezas y ser amiguitos. Yo no quiero ser amiguita de una persona así. Yo quiero ser amiga de alguien con templanza, de alguien excepcional. Y sobre todo, yo quiero ser la best friend de alguien a quien le dediquen canciones de la mejor calidad en cada uno de sus cumpleaños. Canciones que salen del corazón, canciones del alma. Es más chic tener un amigo así. Un hombre que inspira, que hace aflorar las dotes artísticas de un país entero. Y eso, que recuerde, en los últimos setenta años, sólo lo han logrado con ese nivel de devoción, dos presidentes: Hitler y nuestro papá. Eso es admirable. Y aún así, nuestro papá tenía una ventaja. – ¿Cuál?- me dice mi amiga. Pues que era bien guapo. Y ya Nietzsche lo dijo: la gente fea no logra nada en la vida. Hitler estaba feo, pero Dios lo ayudó un poco precisamente porque vio que era tan feo y chiquito que le dio la oportunidad de experimentar qué era la grandeza. Pero a nuestro papá, Dios sí no lo ayudó. ¡A él no lo ayudó nadie!
No sé por qué razón, continué hablando como papagayo sobre las proezas de mi padre el comandante. Y es que yo siento una incontrolable devoción por ese hombre. Gracias a él no sólo me convertí en persona, sino que he aprendido muchas lecciones de vida. Lecciones que muchos malagradecidos pasan por alto. Gente que debería eliminarse por no tener la capacidad de entender lo bueno que es y ha sido siempre. Un poco duro, la verdad, pero como mismo se comportaba ese, mi amigo Dios, en el Viejo Testamento, así mismo se comporta mi papá. Nos aprieta un poquito, pero todo por nuestro bien. Así que, continuando con mi monólogo, comencé a enumerar algunas de las cosas que él me ayudó a enfrentar y entender.
Primeramente – le dije a mi amiga - él me enseñó a que uno debe vivir en un país donde la medicina debe ser gratis. Imagínate vivir sin eso. Y más en nuestra isla. Imagina vivir sin calmantes o sin medicamentos para controlar el hambre o controlar la ansiedad. Si no hubiese aprendido con él la importancia de una pastilla para soportar ciertas cosas, ciertas carencias, ciertas insatisfacciones, pues ahora no podría vivir donde vivo, donde hay que calmarse sí o sí. También me enseñó a que en un país, el ron debe ser barato. Digo, por si faltan las pastillas, poder controlar la ansiedad con el alcohol, ese que hace que todo se vea más bonito. Por esa razón es que nuestro país y nuestro sistema es una maravilla, es muy lindo, es perfecto, el paraíso y estos lugares capitalistas son feos. Y es que aquí las bebidas alcohólicas y los medicamentos son muy caros, entonces no tenemos la bendita oportunidad de apreciar la belleza tal y como es. Me enseñó también a vivir separada de las personas que más quiero. Y a entender que no es necesario convivir con ellos, que no es necesario atenderlos. Me forzó a mí y a muchos a buscar nuevos horizontes y no mirar atrás, a no ser que mi mirada se volcara hacia al pasado tras unos cuantas copitas de vino. ¡Eso no lo enseña ningún presidente! Pues uno se separa de la familia por razones muy banales, muy poco filosóficas. Pero en nuestro país, nos separamos por temas abstractos: porque hay que hacerlo, porque sí.. Porque es la única salida. También por una cuestión de solidaridad. O sea, somos una isla bloqueada por el horrendo Estados Unidos. Por esa razón, los medicamentos y el alcohol pueden faltar si somos demasiados. ¿Y cómo uno vive sin pastillas y sin alcohol allá? Entonces, los que podemos, nos vamos para que esos, que siguen allá, puedan tener acceso a aquello que los hará sobrevivir y ver bien bonita su realidad. Eso es tener un espíritu altruista, que sólo ha logrado él que un pueblo entero tenga. Por eso todos nos queremos ir. No por razones personales, sino porque así ayudamos al otro. Nos convirtió en seres extremadamente solidarios. Me enseñó igual a tener una visión de la vida totalmente proyectada a disfrutar cada momento y no pensar en el futuro. Ese es el caso de mi papá, el del espermatozoide. Que toda su vida la dedicó a ayudar a mi otro papá, el comandante, sin pensar en un futuro tranquilo y plácido. Sin pensar en hacer del mundo un lugar mejor. No. Más bien lo preparó para entregárselo todo y que luego en su vejez, éste mi papá biológico, se contentara con recordar. Recordar y recordar. Lo enseñó a olvidarse de su situación actual. Así, mi padre no conoce la depresión porque vive entre recuerdos y cuando va a a pensar en la actualidad, pues ahí mi papá el comandante le proporciona los calmantes o el alcohol y de nuevo la vida vuelve a ser bella. Me enseñó igual a que incluso en sistemas socialistas, las personas tienen un momento de caducidad. Y cuando no son factibles, no son útiles, pues se desechan: ya sea que deban desaparecer, que los encarcelen, o que anulen sus vidas. Eso está muy bien. En la República, Sócrates y sus amigos también querían hacer lo mismo. ¡Qué inteligente y culto mi padre el comandante, que leyó a los clásicos griegos! Otra cosa importante es que me hizo encontrar mi vocación. Tengo un blog donde hablo sobre mí y las cosas que me ocurren. Eso es algo que se estila muchísimo en todas partes. Mas, como crecí en esa isla donde no teníamos acceso a las cosas banales de la vida, donde no habían ni Reallities, ni Kardashians, ni nada de eso, pues yo aprendí a hablar sobre mí, a redactar sobre mí, gracias a sus discursos de ocho horas y sus deliciosas reflexiones compiladas en libros, lanzadas en los periódicos. Yo soy ególatra gracias a mi papá el comandante, quien también lo es. ¿Comprendes? – Sí, sí, comprendo – respondió mi amiga. Y supongo que lo otro que me enseñó, pero que aún no logro implementar, es de cómo hacer que millones de personas me amen. Rectifico, que millones de personas que no entienden mucho de redes sociales, me amen sin necesidad de dar un like o seguirme en Twitter. Eso, eso, amiga mía, es algo sublime.  Se relaciona igual con la bendición que es tener medicina gratis y alcohol barato: porque si la cosas se ponen feas, si siento que mis admiradores me detestan, pues les doy la pastilla o el trago y vuelven a amarme. ¡Lindísimo! Las otras implicaciones positivas que tiene vivir en un país con esas necesidades básicas cubiertas, pues no son necesarias exponerlas, porque todos sabemos lo importante que es no tener que pagar operaciones, o medicamentos. También sobra hablar de la educación, gratis igual. Nada se compara con estudiar gratis, tener una carrera gratis. ¿Que tengamos que pagarla cumpliendo un servicio social obligatorio durante tres años? ¿Que si no lo hacemos nos invalidan nuestro título o certificado de estudios? ¿Que luego no sirvan esos estudios para prácticamente nada en mi país porque pierdes el derecho a ejercerlos? Eso es secundario. Lo importante es el estudio con dos objetivos: para aprender y para ponerlos de manifiesto luego en nuestra isla... si nos dan permiso.
Mi amiga, que nunca había pensado en estas cosas desde dicha perspectiva, se sintió culpable de haber rechazado al principio, la idea de que nuestro comandante es la persona más importante de nuestras vidas, nuestro papá. Recordó entonces lo imprescindibles que habían sido esas cosas cuando vivía en Cuba. Entendió también, filosóficamente hablando por qué había dejado a su hijo, a su madre, a sus hermanas, a su perra, su casa, su vida, su departamento, en pos de emigrar a un país donde está sola y sus días pasan entre el súper y su trabajo. Entendió de dónde provenía esa fuerza de carácter que hizo que pudiese soportar todo eso.  Entonces, como donde vive ahora las pastillas no son baratas, pero en cierta formas, sí el alcohol, la exhorté a que se comprara una botella de licor y brindara a la salud del noventa cumpleaños de nuestro padre. Creo que lo hizo, pues no supe de ella en el resto del día.
 Por mi parte, yo al principio no quería hacerlo, para ahorrar un poco y no malgastar. Pero luego pensé en todas las enseñanzas de mi papá el comandante, en la vida que me ha hecho llevar, en la vida de mi padre, el de los espermatozoides, en la de los amigos que fueron inservibles y los desaparecieron para que no contagiaran al resto, en los estudios, en el calor, en la separación… Entonces me fui directo al mercado, compré una botella de añejo, me serví un trago, luego otro y otro y otro. Y ya bien contenta, bien feliz, bien agradecida, me inspiré e intenté componer una canción en su honor. Empezaba diciendo, Felicidades papá en tu día.

En fin, gracias por leerme. 

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